12 septiembre 2013

La verdad sobre el caso Harry Quebert

Marcus Goldman es un joven escritor neoyorkino en crisis, no sabe cómo comenzar su segunda novela. La anterior fue un éxito que lo catapultó a la fama y necesita mantenerse a la altura de las expectativas creadas. Para ello, va unos días a un pequeño pueblo de New Hampshire a visitar a su maestro, el reconocido escritor Harry Quebert.

Allí, Marcus descubre un secreto que ha de mantener: durante un verano de hace más de tres décadas, su profesor se enamoró de Nola, una chica de quince años a la que le doblaba la edad y que desapareció sin dejar rastro antes de llegar el otoño.

Poco después, ya en Nueva York, avisan a Marcus. El cuerpo de Nola Kellergan ha sido encontrado en el jardín de Harry. Y es en ese punto cuando da comienzo la búsqueda frenética por averiguar qué sucedió realmente en aquel pueblecito en agosto de 1975.

Joël Dicker


Joël Dicker, el autor de la “sorpresa” que comentábamos la semana pasada, es un abogado suizo de 28 años que revolucionó la lista de ventas francesa y ahora llega de la mano de la editorial Alfaguara a conquistar a los españoles. Y parece que está teniendo un éxito indiscutible, incluso cosechando detractores —en ocasiones, bastante viscerales— en su justo número.

¿Pero qué tiene esta novela que la convierte, salvo excepciones, en una de esas lecturas que “enganchan” nada más comenzar?

Con el planteamiento inicial —esa búsqueda de un asesino y el ir descubriendo secretos—, la intriga está servida. Los personajes prometen una profundidad psicológica atrayente y el pueblo de Aurora se dibuja como el escenario perfecto para las más sórdidas tramas, recreando en la memoria, quizás, un microcosmos en el que el mismísimo inspector Tibbs (Sidney Poitier, En el calor de la noche) se podría ver envuelto.

Hay sorpresas inesperadas salpicando la narración, con pequeños giros que buscan hacer sospechar de todo el mundo. Hay una amistad con aire de pupilaje como aquella que podía verse entre Mitch y Morrie en Martes con mi viejo profesor, o eso parece. Y sí, hay una latente historia de amor imposible, tierno pero triste, que se lleva otra parte del corazón de ciertos lectores.

Todo eso lo consigue y logra enganchar… al principio.

Sin embargo, según avanza el texto, el ritmo se va volviendo más lento y la atención se difumina. Son 672 páginas donde Marcus se dedica a dar palos de ciego en la investigación —de vez en cuando, acierta— y a sufrir la lucha eterna entre la labor —pretendida por él como casi mística— del escritor y el negocio editorial. Porque, eso sí, refleja con claridad los pocos escrúpulos y las estrategias calculadas que existen a la hora de convertir un libro determinado en un best seller, independientemente de la calidad de éste.

Los personajes van quedándose planos, desaprovechando las circunstancias que los rodean, sin matizar ni profundizar en su comportamiento ni en sus motivaciones. Los giros sorprendentes no son tales, sino que más bien actúan como cortinas de humo o, sencillamente, crean vacíos que al cerrar el libro siguen sin explicarse —las destrezas de una niña de quince años en aquella época siguen siendo cuestionables.

El retrato de Harry Quebert dista mucho de asemejarse en absolutamente nada a la figura de Morrie Schwartz. Y su amor por Nola, emulando al profesor de literatura —también como él— Humbert Humbert, no alcanza a justificar ni uno solo de sus actos. De hecho, no se sabe si Dicker buscaba evocar en la mente del lector la obra de Nabokov con ese mantra “N-O-L-A” o, por el contrario, estaba mofándose de Harry. Puesto que… ¡la diferencia es abismal!


“Lolita, the light of my life, fire of my loins. My sin, my soul. Lo-lee-ta: the tip of the tongue taking a trip of three steps down the palate to tap, at three, on the teeth. Lo. Lee. Ta.”
 Lolita, Vladimir Nabokov


Porque esa es otra posibilidad desconcertante, cuánto es convicción por parte del autor y cuánto es una mera burla contra el sistema editorial —quizás, literario— anglosajón. Un ejemplo de ello, además del hecho de que Lolita esté escrita originalmente en inglés por muy ruso que fuese Vladimir, es lo patético e impostado que suenan los fragmentos de Los orígenes del mal, la famosa obra maestra con la que Harry Quebert asciende al olimpo de los literatos y es venerado durante más de seiscientas páginas.

Y sí, es desconcertante porque no utiliza este recurso de crítica más allá de eso. Con lo cual, tampoco puede establecerse que esa haya sido su intención real, solo un guiño divertido dirigido al lector.

Pero, probablemente, lo menos positivo de la novela es esa desesperante inoperancia de Goldman, el dorado y adorado, a la hora de investigar. ¿Puede que ya estemos estropeados, algunos, por los libros de suspense, las películas e, incluso, las series de grandes guionistas? ¿Puede que ya nos sepamos demasiados trucos del mago y pocas cosas consigan sorprendernos de verdad? ¿Puede que creamos ser una versión de Hércules Poirot o Miss Marple? Puede…

En cualquier caso, los derechos de traducción a treinta y tres idiomas ya han sido vendidos, lo que aumentará exponencialmente las ventas, que pasarán de los 750.000 ejemplares actuales a varios millones en breve. De hecho, ya ha sido reconocida con el premio Goncourt des Lycéens, Gran Premio de la Academia de Francia y premio Lire a la mejor novela en lengua francesa.

Y, sin embargo, entre las páginas del libro y nosotros no hay nada más.


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