27 febrero 2014

El juego de Ripper

Isabel Allende se da un paseo por la novela negra con su última obra. Tras arrasar hace ya más de treinta años con La casa de los espíritus, cuya adaptación cinematográfica la convirtió en un éxito arrollador, y mantener un ritmo de publicación bastante fluido, moviéndose entre diversos géneros, ahora llega para contar nada más y nada menos que ¡una de crímenes!

Cartel de La casa de los espíritus,
protagonizada por Jeremy Irons, Meryl
Streep, Glenn Close, Antonio Banderas
y Winona Ryder

Amanda Martín, hija de la sanadora holística Indiana Jackson y el inspector jefe de homicidios Bob Martín, es una chica de apenas dieciocho años con una mente ágil y una forma de ser peculiar. En sus ratos libres, es la maestra de Ripper, un juego de rol virtual en el que varios jóvenes, repartidos por la geografía internacional, representan un personaje e investigan crímenes ficticios, planteando diversas teorías. Sin embargo, la estrecha relación de Amanda con el cuerpo de policía de San Francisco —su padre es el jefe de homicidios— los conduce a investigar casos reales, concretamente el de Ed Staton, el vigilante de un instituto al que encuentran en el gimnasio con un bate de béisbol introducido por el recto. ¿Asesinato ritual, venganza, accidente…?

Y, como suele suceder, hasta aquí se puede desvelar de la trama, pero todavía queda mucho por decir en cuanto a los personajes, los escenarios, el estilo de la autora y otros pequeños detalles que dan forma a las historias.


El juego de Ripper, imagen de cubierta

Como en casi todas las novelas de Isabel Allende, hay un protagonista ligeramente más destacado, pero la mayoría de los personajes, que suelen ser bastantes, tienen un peso que varía desde el cercano al protagonista hasta el que cumple un papel de reparto. Es decir, si El juego de Ripper (Plaza & Janés, 2014) fuese un dibujo, Amanda Martín sería el punto central y el primer círculo concéntrico que lo envolvería sería el formado por Indiana, Bob y su abuelo materno, Blake. Después, otro círculo mayor rodearía ambos y en él podrían estar Ryan Miller, Alan Keller, los chicos de Ripper, Danny D’Angelo y la abuela Encarnación… y así sucesivamente.

De manera que la visión que ofrece es más bien una biografía de cada uno de ellos que un entramado de historias con hilos comunes. Por momentos, y de manera muy subjetiva, la sensación que produce es el relato que puede hacer cualquier señora, quizás una madre o una abuela, sobre los vecinos del barrio cuando comienzan a contar a quién se encontraron el otro día por la calle, a aquel que tenía un hermano ingeniero que se casó en segundas nupcias con la mujer de un primo que vivía en el extranjero y adoptó a los hijos del primo pero luego tuvo otros dos más y trabajaba para una empresa de recambios de coche aunque había estudiado para profesor de latín.

Este rasgo del estilo de Isabel Allende es hasta positivo cuando narra la historia intergeneracional de una o varias familias, donde se refleja muy bien el cambio político, mental y social que se ha ido sufriendo a lo largo de los años en determinados lugares. Sin embargo, resulta un poco desconcertante en una novela donde lo que prima, supuestamente, es la investigación criminal. De hecho, si quitas un 20% del libro donde se trata información relativa a la parte de misterio, el resto es una narración costumbrista sin costumbres. Porque no hay acontecimiento histórico en el que enmarcarlo, no hay historia de amor tampoco, ni siquiera crítica social aunque se hable de temas como la inmigración, la homosexualidad, las secuelas de los soldados, el alcoholismo… porque se ven de manera superficial e inocua.

Sí, es vox populi que Isabel Allende es una de esas autoras a las que gran parte del público sigue fielmente y la mayoría de la crítica destroza sin piedad, incluidos otros escritores bastante reconocidos como pueden ser Roberto Bolaño, Elena Poniatowska o el propio Harold Bloom. Y, por eso, su caso sería un acicate estupendo para volver a plantear la eterna cuestión de qué puede considerarse literatura y qué no. Pero aún así, alejándonos del postureo intelectual y acercándonos mucho al concepto de literatura como aquello que se lee para disfrutar, ¿de verdad, tras leer El juego de Ripper, el lector sabe qué ha querido contarle la autora chilena?

Los personajes representan arquetipos simpáticos, vistos bajo un prisma de inocencia simplista, que no consiguen conmover ni apasionar. Por ejemplo, la relación entre Amanda y Blake es bonita, pero no llega a ser entrañable ni muchísimo menos. Y es, de largo, junto con la de Miller y Atila, la mejor de toda la obra.

El escenario en el que tienen lugar los hechos es San Francisco de la actualidad, donde está la clínica holística y donde residen o trabajan la mayoría de los personajes. Allende habla de ciertos barrios y explica someramente algunas de sus tradiciones.

En cuanto al léxico es sencillo, directo y hasta puede sospecharse cierto toque de estandarización lingüística. Este tipo de vocabulario asequible y las estructuras sintácticas no acrobáticas responden a características del grupo donde muchos encuadran a Isabel Allende, el movimiento Post Boom. Pero, así como en otras de sus obras sí cumplía con lo que marcaba a esta tendencia como diferente, en El juego de Ripper no ha sido así, como ha quedado claro en lo que hemos comentado anteriormente.

Isabel Allende

Las ventas, obviamente, son indiscutibles. Pero la pregunta inevitable que a algunos les surge, cuando suceden este tipo de cosas, es si en ocasiones los autores ya consagrados por el público —o la opinión de los críticos— no se echan a dormir y escriben libros como el que hace una redacción para el colegio, mientras desayuna con la televisión puesta, porque son conscientes de que todo lo que lleve su nombre debajo será bien acogido.


Y después de todo esto, si creéis que os puede gustar o entretener, adelante… leedlo y disfrutadlo.


Seguid leyendo.

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