11 diciembre 2014

La quema de libros

“Es una verdad universalmente conocida”, como diría la voz narrativa en Orgullo y prejuicio de Jane Austen, que cuando se intenta destruir algo es porque supone una amenaza a la que se le tiene miedo. Un miedo importante, de hecho, y así se ha demostrado históricamente que sucedía con los libros. Considerados grandes enemigos de diversas causas, muchas de ellas relacionadas con acontecimientos bélicos y todas con la privación de la libertad, se han quemado millones de ejemplares a lo largo y ancho del planeta.

He aquí algunos ejemplos históricos de este intento por exterminar la libertad y por homogeneizar el pensamiento humano para dirigirlo en una dirección muy concreta.

Cuenta el Tanaj, conjunto de libros sagrados hebreo, que en el año 605 a. C. el rey Joaquín de Judá quemó parte de un pergamino —se disponían en rollos— que Baruc ben Nerías había escrito al dictado del profeta Jeremías con un mensaje de Dios donde advertía al pueblo de Judá sobre el castigo que les enviaría si continuaban con sus perversiones y pecados. Baruc ben Nerías lo fue leyendo frente a todos los habitantes, hasta que a través de algunos funcionarios llegó a oídos del rey Joaquín, quien fue quemándolo según se lo leían.

Rey Joaquín de Judá


En el año 212 a. C., durante el mandato de Qin Shi Huang, conocido éste por ser el Primer Emperador de una China unificada y por su famoso mausoleo con los guerreros de terracota, se produjo una quema masiva de libros y varios asesinatos de académicos. En su afán unificador, también impuso un único sistema de escritura, “el de los sellos pequeños”, y eliminó todos los demás.

Los guereros de terracota del mausoleo de
Qin Shi Huang en Xian

Unos cuantos siglos después, en 292, las tropas de Diocleciano, posteriormente emperador de Roma, tomaron y saquearon Alejandría durante las revueltas de Lucio Domicio Domiciano. Asediaron la ciudad durante ocho meses y, tras vencer, dicen que Diocleciano pidió que la masacre continuase hasta que la sangre de los alejandrinos llegase hasta las rodillas de su caballo. Pero, accidentalmente, éste cayó —por eso la estatua equina erigida allí— y eso evitó más muertes. Aunque, antes, Diocleciano apuntó su objetivo contra la enorme y mítica Biblioteca Real de Alejandría, la más grande del mundo en aquella época. Y ordenó quemar todos los libros relacionados con la alquimia y las ciencias herméticas con el fin de mantener el sistema monetario impuesto a duras penas.

Antigua Biblioteca de Alejandría

Otro emperador romano, esta vez Constantino, emitió un edicto tras el Primer Concilio de Nicea, en 325. Este iba dirigido a los arrianos —cristianos que ponían en duda la divinidad de Cristo— y en él se incluía la quema sistemática de libros.

“Además, si se hallase alguna escritura perteneciente a Arrio, deberá ser arrojada a las llamas, por lo que no solo se evitará lo pernicioso de sus enseñanzas, sino que no quedará nada de él que le recuerde a la gente su existencia. Y, mediante esto, emito una orden pública: si alguien fuese hallado en posesión de un texto escrito por Arrio, que haya escondido en lugar de mostrarlo inmediatamente y destruirlo con fuego, su pena será la muerte. Tan pronto como sea descubierto en este delito, será sometido a la pena capital.”

Recaredo, rey de los visigodos y primer rey católico de lo que posteriormente sería España, tras su conversión al catolicismo en 587, dos siglos más tarde del mandato de Constantino, también ordenó quemar todos los libros arrianos. Pero no se conformó con eso, ya que, con ellos, también ardían las casas donde fueron encontrados.

Y, dando un salto cronológico importante, el Martes de Carnaval de 1497 en Florencia tuvo lugar lo que históricamente se ha llamado la Hoguera de las vanidades. Impulsados por el monje Girolamo Savonarola —viejo conocido, junto a la Hypnerotomachia Poliphili, para los lectores de El enigma del cuatro de Ian Caldwell y Dustin Thomason—, cientos de personas echaron al fuego obras de arte, pinturas, instrumentos musicales, libros y otros objetos que consideraban inmorales o que empujaban al pecado y la vanidad, como el maquillaje, los espejos y la ropa lujosa. Se cuenta que entre ellos estuvo el propio Sandro Botticelli arrojando a la hoguera obras suyas dedicadas a la mitología.

El 12 de julio de 1562, durante el que es conocido como Auto de fe de Maní, en la península del Yucatán, el sacerdote Diego de Landa mandó quemar todos los manuscritos, códices, objetos de culto e imágenes mayas como parte de un proceso inquisitorial contra aquellos indígenas que todavía continuaban adorando a sus propias deidades.

Quema de literatura maya por la Iglesia católica de
Diego Rivera


A principios del siglo XVI, tras la expulsión de los musulmanes, los andalusíes de la Península Ibérica tenían que entregar a las autoridades de Castilla las obras escritas en árabe. Se les devolvían las que trataban sobre historia, medicina o filosofía, pero el resto iban a la hoguera.

Unos cuatrocientos años después, entre 1930 y 1945, los nacionalsocialistas (nazis) en Alemania persiguieron y eliminaron no solo a los judíos como personas, sino también sus obras. Pero, quizás, como más claro representante, tanto del caso particular en Alemania como de la práctica general de esta destrucción de las letras a lo largo de la historia, se pueden nombrar los hechos desencadenados el 10 de mayo de 1933. Estos se refieren a las acciones, previamente planificadas y organizadas por la Unión Estudiantil Nacionalista, llevadas a cabo por ellos y otros estudiantes y docentes en la campaña llamada “Acción contra el espíritu antialemán” en la Plaza de la Ópera de Berlín, la Opernplatz que posteriormente pasó a ser la Bebelplatz, frente a la Universidad de Humboldt. Ese mismo acto se repitió hasta en veintiuna universidades con el fin de destruir las obras de autores marxistas, judíos, pacifistas o cualquier cosa que supuestamente amenazara la fortaleza del espíritu alemán.

Monumento en la Bebelplatz que representa el vacío
que dejó la quema de libros el 10 de mayo de 1933.
Sencillo, frío e impactante.

Y de un régimen totalitarista a otro. El 11 de septiembre de 1973, tras golpe de Estado en Chile, que derrocó a Salvador Allende como presidente de la república y erigió a Augusto Pinochet como líder de la Junta Militar de Gobierno, este último ordenó quemar miles de libros supuestamente políticos.

Algo similar sucedió en Argentina tres años después, con el golpe de Estado del 24 de marzo de 1976 que dio paso al Proceso de Reorganización Nacional, considerado como la dictadura más sangrienta de la historia argentina. Este proceso gestionado por las tres fuerzas armadas del país —ejército, marina y fuerza aérea— fue liderado por Jorge Videla, Emilio Eduardo Massera y Orlando Ramón Agosti. Y, además de muchas vidas humanas, le costó a Argentina más de un millón y medio de libros, quemados bajo las órdenes del general Luciano Benjamín Menéndez a quien posteriormente se lo juzgó por delitos de lesa humanidad.

Ocho años más tarde, en 1984, y en un continente diferente, África, el Amsterdam’s South African Institute fue asaltado por un grupo organizado para llamar la atención sobre el apartheid. Aunque no quemaron, sí destruyeron muchas obras de importancia para la comunidad internacional, que condenó este gesto en lugar de reforzar el apoyo a la población segregada.

Y más cercano todavía en el tiempo a nuestros días es lo sucedido en agosto de 1992, cuando el nacionalista serbio Ratko Mladic dirigió un ataque con misiles sobre la Biblioteca Nacional y Universitaria de Bosnia. Los sarajevitas intentaron salvar los libros del fuego, mientras llegaban los bomberos. Pero cuando estos aparecieron, los nacionalistas serbios comenzaron a disparar indiscriminadamente contra la multitud, matándolos, y cortaron el suministro de agua para evitar que acabasen con el incendio. Finalmente, el edificio ardió entero, perdiéndose más de un millón y medio de ejemplares, entre los que se encontraban unos 150.000 libros raros. Y éste solo fue uno de los muchos ataques dirigidos por los nacionalistas serbios contra bibliotecas, museos y obras arquitectónicas y culturales del legado otomano en Bosnia-Herzegovina.

Guerras, dictaduras totalitarias, masacres, imposiciones políticas o religiosas… en todas ellas, tan humanas y tan poco divinas, uno de los objetivos ha sido destruir los libros. ¿Por qué será?

Comparado con todo esto, lo que sucede en El Quijote de Miguel de Cervantes con la quema de libros de caballería del capítulo IV, titulado "Del donoso escrutinio y grande escrutinio que el cura y el barbero hicieron de la liberaría de nuestro ingenioso hidalgo", parece algo leve. Sin embargo, no estamos tan alejados como creemos de esa sociedad distópica de Ray Bradbury en Farenheit 451, temperatura a la que arde el papel.

“El cual aún todavía dormía. Pidió las llaves a la sobrina del aposento donde estaban los libros autores del daño, y ella se las dió de muy buena gana. Entraron dentro todos, y el ama con ellos, y hallaron más de cien cuerpos de libros grandes muy bien encuadernados, y otros pequeños; y así como el ama los vio, volvióse a salir del aposento con gran priesa, y tornó luego con una escudilla de agua bendita y un hisopo, y dijo: tome vuestra merced, señor licenciado; rocíe este aposento, no esté aquí algún encantador de los muchos que tienen estos libros, y nos encanten en pena de la que les queremos dar echándolos del mundo. Causó risa al licenciado la simplicidad del ama, y mandó al barbero que le fuese dando de aquellos libros uno a uno, para ver de qué trataban, pues podía ser hallar algunos que no mereciesen castigo de fuego. No, dijo la sobrina, no hay para qué perdonar a ninguno, porque todos han sido los dañadores, mejor será arrojarlos por las ventanas al patio, y hacer un rimero de ellos, y pegarles fuego, y si no, llevarlos al corral, y allí se hará la hoguera, y no ofenderá el humo. Lo mismo dijo el ama: tal era la gana que las dos tenían de la muerte de aquellos inocentes; mas el cura no vino en ello sin primero leer siquiera los títulos.” Don Quijote de la Mancha, Miguel de Cervantes

Y, a pesar de todo esto, por ejemplo, en la religión sij, cualquier copia del Guru Granth Sahib, su libro sagrado, que esté demasiado deteriorada por el uso y cualquier fragmento impreso de éste que ya no se utilice han de ser incinerados. Ellos lo consideran una cremación similar a la que realizan con los miembros sij fallecidos.

También, como parte de una estrategia de marketing usual, son quemados miles de ejemplares por parte de las editoriales que no quieren ver cómo sus libros pasan a ser un espacio ocupado o se devalúan en el mercado cuando su momento álgido ha pasado.

Torre de libros en la Bebelplatz de Berlín


Esto demuestra que el fuego no es el culpable de la destrucción, sino la voluntad de determinados seres humanos.


Ahora cabe preguntase si realmente habrá logrado el soporte digital evitar futuras pérdidas.

Por si acaso, vosotros leed,

@rpm220981
rpm.devicio@gmail.com

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Eres libre, ¿no? ¡Pues, opina!